El capitán Luis de la Cruz llega al fortín de Melincué después de una larga travesía. Su baquiano, el cacique Pulmanque, lo ha guiado sin contratiempos, pero por sobre todo ha hecho posible una entrevista con el gran cacique Currupilun. Los dos hombres se saludan. Los caciques menores y los, capitanejos están en cuchillas. Escuchan el diálogo entre su cacique y el hombre blanco. El capitán dice:
—Hay que comerciar con los hombres del rey de España, que es poderoso y grande. Hay que respetar al virrey, que representa al rey. Los invito al diálogo.
Currupilun contesta:
—El virrey anterior me mandó llamar con altanería. Yo no fui porque soy Independiente y no obedezco a nadie. A nosotros se nos Invita, y no se nos Ordena. Hoy ha cambiado esto. Usted es humilde y viene a invitarnos. Ahora haremos trato.
El capitán de la Cruz no sale de su asombro ante la contestación, pero mucho más se asombra cuando el cacique dice, para finalizar su parlamento:
—Debe ser poderoso el señor a quien sirve, pues por el criado se conoce el poder del amo.
El cacique Currupílun no sólo aceptó el trato sino que, cuando se enteró de la primera invasión inglesa, envió una embajada al Cabildo de Buenos Aires para felicitar por la reconquista y ofreció sus lanzas para defender la ciudad de un segundo ataque.
Manuel Villafañe