A mediados del año 1752 el Procurador General le tomó declaración en Buenos Aires a Rafael de Soto, quien juró por Dios e hizo la señal de la cruz según derecho, y ofreció decir la verdad sobre lo acontecido desde el momento en que fue cautivado por los indios, cuando éstos pegaron en el Pago de Magdalena, en la víspera de la Nochebuena de 1751. El malón asaltó las estancias de Nicolás de Chavarría y de Doña Bernarda Arias, robando toda la caballada, matando a varios hombres y tomándolo cautivo a él y a otros.
De Soto declara que el cacique Felipe Yati (Yahati) le dijo que el destino que traían no era dar primero en dichas estancias, sino que pretendían asaltar el establecimiento de Bernarda Ramírez, porque estaban interesados en los caballos manchados que allí había. Pero se les enfermó el baqueano, un indio de la Reducción Jesuítica de Concepción de los Pampas, ubicada aguas abajo en el rio Salado. Entonces dieron en esos puntos y se retiraron con el botín cruzando el Salado, con rumbo a la sierra de Guaminí. El amo del declarante, un cacique pehuenche, lo dejó con veinte indios al cuidado de las caballadas en las Salinas de San Lucas, lugar donde permaneció alrededor de un mes, en el transcurso del cual pasó por allí a la gente de Yahati, que venía de malonear en la Matanza.
Entonces decidió escapar y se fugó andando cinco días a caballo y cuatro a pie, saliendo a la altura de la frontera de Luján. En su declaración deja constancia de que los indios se enteran de todo lo que sucede en Buenos Aires, incluso de cuando se intentó crear la compañía de Blandengues para defender la frontera, y hasta que estaría a cargo de su pariente Andrés de Soto, muy amigo de los pehuenches según los mismos indígenas. No sabe, dice, cómo es que ellos se enteran de todo, pero viene al caso mencionar que entre los veinte que quedaron cuidando la caballada, había uno “ladino en castellano”, un muchacho criado en las reducciones jesuíticas por el padre Matías Strobel, que había ido muchas veces al pueblo a comprar yerba y aguardiente, y “que cualquiera que lo vea y lo hable, como no lo conozca, no diga que es indio pampa, sino otro cualquiera de los amigos, pues el traje es como de cristianos, con calzones, chiripá, camisa y lo demás que se usa […]”. Y no era el único, continúa el declarante, ya que cuando lo iban llevando cautivo, los alcanzó (no muy lejos de nuestra zona) un indio ladino llamado Lorenzo, que siempre andaba vestido a lo gaucho y que era muy amigo de otro de los cautivados, el mulato Ascencio, con quien tenía trato íntimo.
El tráfico de información fue un elemento clave en las redes sociales fronterizas. Lejos de ser una barrera rígida, la frontera fue un espacio permeable, multiétnico y multicultural, que ofreció alternativas de vida a miles de personas que, como el personaje Martín Fierro, se movían en los márgenes de la “civilización”. En este ámbito el estado tuvo escaso poder de sujeción hasta bien entrado el siglo XIX. Los indígenas tuvieron una presencia activa en la frontera, a donde llegaron cotidianamente para comercializar sus productos o para reclamar por la fuerza alguna compensación por el daño definitivo e irreversible que les ocasionó la invasión europea, y que finalmente terminaría condenándolos al exterminio y a la miseria hasta nuestros días.
Rafael de Soto, español, de cuarenta y seis años de edad, ratificó lo dicho y firmó por escrito, en Buenos Aires, el 14 de junio de 1752.
Referencia: Mayo, C. 2002. Fuentes para el estudio de la frontera. Voces y testimonios de cautivos, fugitivos y renegados (1752-1790). UNMDP. Facultad de Humanidades. Dpto. de historia.
*Museo de la Vida Rural de General Alvarado