La tarde caía lenta, bañando el mar con una luz dorada que parecía congelar el tiempo. Él estaba sentado en el banco de siempre, con las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo y los pensamientos dispersos. Ella llegaba unos minutos tarde, como de costumbre, con esa sonrisa que iluminaba su rostro incluso antes de que sus labios se curvaran.
Se sentaron juntos en silencio, escuchando el sonido de las olas. Habían compartido tantos silencios que ese ya no les pesaba. No hacía falta hablar para llenar los espacios entre ellos.
Ella desvió la mirada hacia el cielo. Sus ojos se perdieron en algún punto entre las nubes, y él, sin saber por qué, sintió que algo estaba por suceder. Algo que había sentido latir en sus corazones, pero nunca en sus labios.
—¿Sabes? —dijo ella, rompiendo la quietud—. Hay una palabra que nunca te he dicho.
Él la miró, curioso, pero no sorprendido. Sabía que las palabras entre ellos siempre habían sido pocas, como si tuvieran miedo de desgastar lo que realmente importaba.
—¿Cuál palabra? —preguntó él, con la voz tranquila, aunque el pecho le latía más rápido de lo que hubiera querido admitir.
Ella jugueteaba con una hoja seca entre los dedos, rompiéndola con suavidad. Parecía que las palabras pesaban en su lengua, como si no supiera cómo soltarlas.
—Amor —dijo finalmente, en un susurro que apenas se dejó oír.
Él sintió un leve temblor en sus manos, pero no desvió la mirada de sus ojos. Había esperado escuchar esa palabra tantas veces, y ahora que al fin la oía, le parecía tan simple, tan pequeña frente a todo lo que realmente significaba.
Ella suspiró, aliviada, como si esa única palabra hubiera roto un hechizo que los mantenía atrapados en ese silencio cómplice.
—Es solo una palabra —dijo ella, sonriendo con timidez—, pero me asusta. Porque nunca supe si para ti tenía el mismo peso que para mí.
Él tomó su mano, la que aún sostenía la hoja rota. La apretó suavemente y dejó que el calor de sus dedos hablara por él.
—Tiene el mismo peso —respondió, dejando que el eco de esas palabras flotara en el aire—. Y mucho más.
El silencio regresó entre ellos, pero esta vez no era vacío. Estaba lleno de todas las palabras que habían guardado, las que no necesitaban decirse porque, en ese instante, el “amor” ya lo cubría todo.
Y en ese banco, en ese mar que tantas veces los había visto juntos, el amor dejó de ser una palabra para convertirse en lo que siempre había sido: su historia.