Cada viernes, puntualmente a las 22:00, la ciudad parecía detenerse. No era algo que los demás notaran, sin embargo para Ana ese momento era sagrado. Sin importar el caos de la semana, la rutina o los problemas, a esa hora el mundo entero parecía alinearse con una quietud extraña.
El ritual comenzó casi por accidente. Una noche, tras una semana especialmente agotadora, Ana se sentó frente a su ventana, una taza de té en mano, y contempló la calle vacía. El silencio de las 22:00 tenía una magia especial. Desde entonces, se prometió a sí misma no faltar a esa cita semanal. Durante esos minutos, no existían llamadas pendientes ni responsabilidades. Solo estaba ella y el silencio, como un pacto secreto.
Al principio, no le dio demasiada importancia. Era solo una pausa. Pero, con el tiempo, empezó a sentir que algo más ocurría. Los sonidos, la luz tenue, incluso el aire, parecían diferentes a esa hora. Era como si el universo le concediera esos minutos de tregua, en los que todo lo demás dejaba de existir.
Una noche de viernes, sin razón aparente, Ana decidió caminar. Bajó a la calle y recorrió las aceras desiertas, sintiendo la suavidad de la noche en su piel. Cada paso parecía resonar más de lo habitual. Las sombras, que durante el día resultaban irrelevantes, se volvieron amigas silenciosas.
Fue entonces cuando lo notó: no estaba sola. Al otro lado de la calle, un hombre se había detenido, igual que ella, observando el cielo como si también supiera el secreto. Ella se quedó quieta, con el corazón acelerado, preguntándose si él también esperaba ese momento de las 22:00. Ambos intercambiaron una mirada breve, un reconocimiento tácito de que compartían algo especial, aunque ninguno supiera qué era.
A partir de esa noche, Ana siguió bajando todos los viernes. A veces caminaba, a veces se sentaba en una banca, pero siempre, él estaba ahí. No se hablaban, no se acercaban, pero sus presencias se volvieron constantes, como si compartieran una especie de ritual cósmico. La ciudad seguía su curso, pero ellos dos, a las 22:00 de los viernes, eran los únicos que verdaderamente habitaban ese instante.
Nunca supo su nombre ni él el de ella. Pero no importaba. Sabían que, en ese breve lapso, compartían un pequeño refugio en el tiempo. Un lugar donde el ruido del mundo no llegaba, donde el reloj dejaba de correr. Un pacto de silencio, de miradas furtivas, de una conexión que solo existía en esos minutos.
Hasta el día en que él no apareció.
Ana esperó. Un viernes, dos, tres… Las 22:00 seguían siendo sagradas, pero algo había cambiado. La calle se sentía más vacía, el silencio más pesado. Pero, de alguna forma, sabía que aquel hombre, donde fuera que estuviese, aún mantenía su parte del pacto. Porque, aunque no se vieran más, ambos sabían que las 22:00, cada viernes, seguía siendo su momento compartido.