En el verano de 1982, Miramar ardía de calor, música y pieles bronceadas por el sol. Yo tenía 18 años y era el DJ de un boliche junto al mar, donde la juventud vivía como si no existiera el mañana. Cada noche, desde la cabina, observaba la pista como un cazador atento a los latidos del lugar. Fue ahí donde la vi: Ana.
No era como las demás. Su vestido blanco parecía diseñado para tentar a la brisa del mar, y cada movimiento suyo dejaba una estela de deseo en el aire. No bailaba, flotaba, como si la música la poseyera. La luz estroboscópica iluminaba fugazmente su rostro, y en cada destello, su sonrisa dejaba a más de uno sin aliento. Incluyéndome a mí.
Esa noche, nuestras miradas se cruzaron por primera vez. Y luego, como si algo la empujara, caminó hacia la cabina.
—¿Siempre pones música para mirar a una sola persona? —preguntó, con un tono que era mitad burla, mitad desafío.
Sentí el calor subir por mi cuello. No podía mentir.
—Solo cuando hay alguien que vale la pena mirar.
Ana sonrió, y esa sonrisa encendió algo en el ambiente, como si el boliche entero estuviera a punto de estallar.
El resto de la noche fue un juego silencioso entre nosotros. Yo escogía canciones que parecían hablarle directamente, y ella bailaba como si me respondiera con su cuerpo. Al final de la noche, cuando todos comenzaban a dispersarse, la invité a la terraza trasera, donde el aire fresco del mar nos envolvía en un abrazo salado.
—¿Siempre encantas a las chicas con música? —preguntó, apoyándose en la baranda con el mar como telón de fondo.
—No siempre. Pero contigo es diferente —respondí, acercándome hasta que nuestros cuerpos casi se rozaban.
Ana no respondió. En cambio, dejó que el silencio hablara por ella, inclinándose hacia mí. Su piel olía a sal y perfume dulce, y cuando nuestros labios se encontraron, todo desapareció: el boliche, la música, el mundo. Era solo ella, el calor de su cuerpo contra el mío, y la urgencia de ese momento.
Las siguientes noches fueron nuestras. En la cabina, mientras yo mezclaba canciones, sentía su mirada fija en mí, devorándome a distancia. Durante los descansos, nos escabullíamos a la playa, donde las olas rompían suavemente y el cielo estrellado parecía cubrirnos con un manto de complicidad. Su risa era como un susurro, y su cuerpo, una tentación que no podía resistir.
Pero como todo en la vida, el verano tenía fecha de caducidad.
El último día, la llevé a la estación de tren. Nos besamos con desesperación, como si quisiéramos robarle al tiempo un poco más de nosotros.
—Gracias por este verano, Pablo. Nunca olvidaré cómo me hiciste sentir —susurró, con los ojos húmedos.
Vi el tren alejarse, llevándose consigo a Ana y a ese verano que me marcó para siempre. Esa noche, en el boliche, puse una canción lenta y melancólica. Las luces giraban, pero mi mirada se perdió en el vacío donde ella solía estar.
Ana fue mi pasión, mi locura, mi fuego. Un amor fugaz que ardió tan intensamente que todavía, cuando cierro los ojos, puedo sentir el calor de su piel y el sabor de sus labios.