Por Pablo Menéndez.- En estas semanas, cuando las luces de Navidad comienzan a encenderse y las calles se llenan de esa energía especial, no puedo evitar reflexionar sobre cómo cambian nuestras Nochebuenas a lo largo de la vida. Cada etapa tiene su propia magia, su esencia única, pero también su cuota de nostalgia y transformación.
Quiero compartir lo que han significado para mí estas noches, que son más que una celebración: son un viaje a través del tiempo y el corazón.
La infancia: magia y maravilla
En mi niñez, la Nochebuena era pura magia. Recuerdo esos nervios dulces que me invadían mientras esperaba la llegada de Papá Noel. Mis padres alimentaban esa fantasía con pequeños gestos que parecían milagros, y la casa se llenaba de risas con mis tíos y primos, todos alrededor de una mesa grande y generosa.
El verdadero aviso de que la Navidad estaba cerca era la llegada del tío Miguel y la tía Amelia desde Rosario, acompañados por mis primos Adriana y Gerardo. Esa escena era como un campanazo que anunciaba la magia inminente. Durante la cena, los niños gritábamos emocionados mientras los adultos hablaban del año que se iba. Y entonces, a las doce, el golpe en la puerta y la aparición de la bolsa de regalos convertían la noche en un sueño hecho realidad.
La adolescencia: rebeldía y nuevas emociones
Con el paso de los años, la magia de la infancia fue cediendo lugar a la intensidad de la adolescencia. La Nochebuena seguía siendo un momento de reunión familiar, pero a las doce ya no solo se trataba de regalos. Era el momento de salir, de encontrarme con los amigos, de vivir esa mezcla de libertad y emoción que caracterizaba aquellos años.
Recuerdo con claridad esas noches en las que, después de la cena, salíamos corriendo hacia el boliche. Allí nos encontrábamos con más amigos, con amores de verano y con esa energía incontenible de la juventud. Era otra forma de celebrar, lejos de casa, pero con el mismo espíritu de alegría y conexión.
La adultez: el renacer de la tradición
Luego llegó la adultez, y con ella, mis hijos. La mesa se transformó; los tíos y primos dieron paso a nuevas caras, mientras otras sillas quedaban vacías. Pero algo era seguro: la magia tenía que permanecer.
Para mis hijos, quise recuperar parte de las costumbres de mi infancia, sumándoles nuestra propia impronta. Las Nochebuenas con Tomás, Valentín y Rosario estuvieron llenas de amor, con abuelos, tíos y padres rodeándolos, como un círculo de cariño que los protegía. Ahora éramos nosotros los adultos que recordábamos con ternura las Nochebuenas pasadas y a aquellos que ya no estaban con nosotros, pero que seguían vivos en cada relato.
El presente: un espacio para la gratitud
Hoy, mis hijos ya son grandes. Las Nochebuenas han cambiado de nuevo: son momentos de encuentro, de reflexión y, a veces, de nostalgia. Cada año trae consigo el recuerdo de las sillas vacías, pero también la certeza de que todo lo vivido, lo bueno y lo doloroso, nos ha traído hasta aquí.
Estas noches nos invitan a recordar con amor, a sonreír por las anécdotas y a agradecer por las personas que pasaron por nuestras vidas y dejaron su huella. Entiendo a quienes viven estas fechas con angustia; es natural sentir más profundamente las ausencias en estos días. Pero también sé que la Navidad es un llamado a valorar lo que tenemos, a reconocer la magia que aún nos rodea.
Por eso, hoy, miro a mi alrededor y doy gracias. Gracias por las risas del pasado, por los abrazos del presente y por la posibilidad de seguir creando momentos que algún día serán recuerdos.
Como escribió Grace Noll Crowell: “Aunque se pierdan otras cosas a lo largo de los años, mantengamos la Navidad como algo brillante y regresemos a nuestra fe infantil”. Que esa fe y esa magia nos acompañen siempre.