Era el verano de 1981 en una tranquila ciudad costera. Fernando, con sus 25 años, se había instalado en Miramar para disfrutar de sus vacaciones. María, apenas 18, solía pasear por el centro junto a su primo Biko, el nexo que la unía a Fernando. Se conocieron una tarde en casa de Biko, pero su vínculo nunca pasó de unas cuantas palabras y muchas miradas.
Fernando no podía evitar notar la frescura de María, una jovencita llena de vida que parecía iluminar cada rincón. Ella, por su parte, se sentía cautivada por la madurez y el aire seguro que él transmitía. Pero había algo inquebrantable entre ellos: una barrera invisible dictada por la diferencia de edad y las normas sociales de la época. Las miradas furtivas y las sonrisas tímidas fueron todo lo que compartieron ese verano.
Con el tiempo, ambos siguieron caminos distintos. Fernando formó una familia, y María, tras estudiar, se dedicó a su carrera y también construyó su propio hogar. Sin embargo, cada tanto, en esos veranos mágicos de Miramar, volvían a cruzarse. Un saludo rápido, una sonrisa nostálgica, y cada uno seguían su rumbo.
Décadas después, un hecho trágico los volvió a unir: Biko falleció inesperadamente. El funeral fue un punto de reencuentro. Entre lágrimas y recuerdos, Fernando y María se encontraron en una conversación que pareció borrar el tiempo.
Comenzaron a compartir historias de aquel verano del 81, anécdotas de Biko y, poco a poco, de ellos mismos. “Siempre pensé que eras prohibitiva, María”, confesó Fernando una tarde, entre mates en una plaza de Miramar. Ella lo miró sorprendida, y después, con una sonrisa traviesa, respondió: “Y lo era. Pero no sabes cuánto deseé que no lo fuera”.
Desde entonces, Fernando y María encontraron en sus encuentros un refugio. Las conversaciones, que comenzaron con nostalgia, se convirtieron en un escape de la rutina. El pasado ya no les pertenecía, pero el presente era un regalo que ambos decidieron aceptar sin pretensiones.
Miramar, con su brisa fresca y sus playas tranquilas, volvió a ser el escenario de un vínculo que, aunque tardío, les dio la posibilidad de reescribir su historia.
El tiempo había jugado su papel, acomodando piezas que antes parecían inalcanzables. Fernando y María no sabían si sus caminos se unirían de forma definitiva, pero no les importaba. Aprendieron que el valor de un encuentro inesperado no está en las promesas del futuro, sino en la magia de lo que comparten hoy.