El mensaje de Fernando llegó en la madrugada, inesperado pero inevitable. María lo miró con el corazón en un puño. No hablaban desde hacía más de 30 años. La pérdida de un pilar de ambos los había unido de una manera que ninguno imaginó. No se conocían realmente, solo de nombre, de historias ajenas, pero en las semanas siguientes, el reencuentro se convirtió en conversaciones interminables, en una conexión que crecía como una llama inesperada.
—Pensé en vos todo el día —escribió Fernando. —Yo también —respondió María sin pensarlo.
No sabían qué era lo que los unía ahora. ¿El duelo? ¿La necesidad de sostenerse? ¿Algo más? Las palabras eran refugio y a la vez, incertidumbre.
En la noche de San Valentín, esa sensación de estar conectado se hizo más fuerte que nunca. Tal vez esa pérdida había sido el puente, el motivo, la excusa. Pero lo que había nacido entre ellos ya no dependía de un recuerdo, sino de algo presente, de algo vivo.
—Ojalá pudiera verte —dijo él. —Yo también lo deseo —respondió ella.
No había promesas, no había certezas. Solo un vínculo que crecía, un sentimiento sin nombre que los envolvía. Y en la distancia, mientras cada uno miraba la pantalla, sabían que el futuro era incierto, pero que el ahora les pertenecía.