Esa tarde, Guillermo caminaba por las calles que conoce de memoria. Las hojas amarillas danzaban con el viento antes de caer sobre la vereda, anunciando la inminente llegada del otoño. El aire traía consigo el aroma del pasto recién cortado, un perfume que lo transportó de inmediato a otro marzo, cuando tenía apenas dieciocho años.
En su mente, sin que lo llamara, asomó la letra de Naranjo en flor:
“Después… qué importa del después,
Toda mi vida es el ayer,
Que me detiene en el pasado…”
Y así era. Su vida había quedado anclada en aquel ayer. En ese amor ido, en esa herida que nunca cerró del todo.
Ahora, el tiempo le había cubierto las sienes de canas y, aunque cada tanto dejaba escapar una sonrisa al recordar su juventud, siempre volvía a su melancolía. La luz dentro de él se apagaba poco a poco, pero en lo profundo aún brillaba una pequeña claridad. Se aferraba a los recuerdos de esos amores que lo marcaron, con la certeza de que amó y que, al menos, conoció el verdadero significado del amor.
Sintió el aroma de la tierra mojada. Las primeras gotas comenzaron a caer, y cuando alzó la vista, el cielo le advirtió que la tormenta estaba por desatarse. Debería apurar el paso, pero no lo hizo. Prefirió dejar que la lluvia lo cubriera, porque le gustaba. Porque, bajo la lluvia, nadie notaba que también caían sus lágrimas, arrastradas por el peso de un amor que aún lo tenía atrapado.
