Sabían que no era amor. Nunca lo fue. Lo suyo era otro lenguaje: el de los cuerpos, el de las miradas que se detenían más de la cuenta, el de las manos que encontraban atajos cuando el reloj marcaba jueves.
Todos los jueves era su día. Un pacto sin palabras. Ni promesas ni reproches. Solo deseo contenido que explotaba tras la puerta del cuarto oscuro del hotel de siempre.
Fernando llegaba con su camisa apenas desabrochada, con el olor a trabajo mezclado con la ansiedad de tenerla. Ana ya lo esperaba, sentada al borde de la cama, con esa falda demasiado corta y la boca entreabierta, sabiendo exactamente lo que él quería.
Esa última noche todo ardía distinto. Las caricias eran más lentas, como si intentaran memorizarse la piel. Los besos, más profundos, más necesitados. Se desnudaron sin apuro, dejando caer la ropa como si fuera un ritual.
Ella lo montó sin pedir permiso. Él la sostuvo con fuerza, como si no quisiera que se fuera nunca. Se buscaron con desesperación, se dijeron cosas que jamás se dirían a la luz del día. Ana lo miró a los ojos, y Fernando supo, sin que ella lo dijera, que era la última vez.
Después del clímax, no hubo palabras. Solo el silencio espeso de dos cuerpos tibios que ya no volverían a encontrarse. Se vistieron sin mirarse, cada uno con su propia nostalgia.
En el ascensor, ella le rozó la mano por última vez.
—No era amor —dijo Ana, con una sonrisa triste—. Pero qué bien nos mentimos.
Y se fue, dejándolo con el sabor a ella pegado en la lengua.