Hay una frase del Papa Francisco que resuena con fuerza en estos tiempos: “Cuando la culpa no es de nadie, es de todos.” Y qué vigente está. Porque parece que hemos naturalizado el arte de señalar al otro, de esquivar responsabilidades, de pararnos siempre en el pedestal de la verdad absoluta mientras el resto —claro— está equivocado.
Nos cuesta mirarnos. Nos cuesta asumir la parte que nos toca. El debate se ha vuelto un griterío donde el volumen pretende suplantar el contenido. Y cuando la mediocridad gana la pulseada, perdemos todos. Porque no se construye desde el ruido, sino desde las ideas. No se avanza desde la descalificación, sino desde el consenso, el respeto y la escucha activa.
¿Qué nos pasa que no nos podemos escuchar?
¿Qué nos pasa que no somos capaces de articular políticas que trasciendan la medianía, que propongan un verdadero proyecto de futuro?
¿Qué nos pasa que creemos que cambiar el nombre de un edificio público es una solución mientras las necesidades reales siguen esperando?
Estamos cayendo en discusiones banales, superficiales, intrascendentes. Hablamos más de símbolos que de realidades, de formas antes que de fondo. Y mientras tanto, lo urgente se acumula, lo esencial se posterga y lo importante se banaliza.
Necesitamos volver al centro. Recuperar la conversación honesta. Salir de la trinchera del ego y empezar a construir desde la responsabilidad compartida. Porque cuando nadie se hace cargo, el costo lo paga la gente. Y cuando la culpa no es de nadie, es de todos.
Pablo Menéndez
