Soñé que llevaba a mi hija en andas, como cuando tenía cuatro años y me rodeaba el cuello con esos brazos chiquitos que parecían querer abrazar el mundo desde mis hombros. Su risa, viva y liviana, me recorría como un eco dulce del pasado. Estábamos en la casa donde vivíamos antes de separarme de su mamá. Todo se sentía igual… los muebles, los ruidos, hasta el aire tenía ese perfume viejo y conocido.
Pero en mis brazos no sólo iba ella. Apareció también una beba de apenas unos meses. No sabía quién era, pero la sentía mía. Su cuerpo tibio, frágil, necesitaba un lugar para descansar. Me movía entre las habitaciones de esa vieja casa buscando un cuarto, una cuna, una cama donde pudiera dormirla con paz.
Entre la gente que iba y venía —rostros difusos, murmullos sin nombre— apareció mi hijo mayor. Él, sí, estaba como es ahora: adulto, presente, firme. Me miraba como si entendiera todo, como si supiera que estaba sosteniendo algo más que una beba. Quizás estaba sosteniendo la memoria, el tiempo, o algo nuevo que recién empieza.
Y mientras cruzaba pasillos y buscaba abrigo para esa vida chiquita que apenas despertaba, entendí que el sueño no hablaba solo de ellos. Hablaba de mí. De ese padre que fui, del que soy y del que todavía está naciendo.
