A las 17:55, el sol se esconde despacio detrás de los chalets que se dibujan en la costanera, como si supiera que lo que viene no es la noche, sino un silencio espeso que nadie quiere nombrar.
Es domingo. Y no cualquier parte del domingo: es la tardecita del domingo. Esa franja del día que no tiene nombre propio, pero que todos conocen.
En el departamento de la calle 14, Clara acomoda libros que ya ordenó mil veces. Prende la radio, baja el volumen, la apaga. Mira por la ventana. Al otro lado de la ciudad, Ernesto camina con su perro, aunque llovizna. Da la vuelta a la plaza dos veces, no por el perro —que ya quiere volver—, sino por no entrar aún a su casa.
Hay algo que flota. Un perfume invisible que mezcla melancolía con preguntas que nadie hace. ¿Qué hice esta semana? ¿Por qué me siento así? ¿Dónde se van las ganas?
Alguien prende un sahumerio. Alguien abre un vino para uno solo. Alguien pone una película que no termina de mirar. La familia se recoge, los chicos terminan la tarea a las apuradas, y mamá bosteza sabiendo que en horas empieza todo otra vez.
La tardecita del domingo es como el eco de una canción que nos recuerda que somos finitos. Que el tiempo se va, aunque no lo queramos. Pero también, quizás, nos recuerda que aún estamos. Que esas dos o tres horas, aunque duelan, también nos pertenecen. Y en esa conciencia silenciosa, muchos de nosotros, sin decirlo, nos encontramos