Mientras los temas de portada giran en torno al dólar, la inflación proyectada, el riesgo país o alguna declaración rimbombante de algún político, hay otra realidad que no aparece en las tapas ni en los zócalos, pero que late todos los días en silencio: la de las pymes, los comercios, los laburantes, los jubilados y los emprendedores que la pelean con lo que pueden.
Cada día se hace más cuesta arriba. Los salarios no alcanzan, las jubilaciones se desmoronan, los pequeños negocios hacen malabares para no bajar la persiana, los trabajadores ven cómo se reducen turnos, se suspenden horas o directamente se adelantan vacaciones para evitar despidos. Todo eso pasa mientras nos dicen que el rumbo es este, que hay que esperar el “derrame”, como si ese verbo viniera cargado de esperanza y no de resignación.
Lo más grave no es solo la situación económica. Es la indiferencia con la que se la trata. Como si fuera parte del paisaje, como si el sacrificio de millones no mereciera ni una línea en los diarios ni un minuto en la televisión. Como si hablar de los que sostienen el país fuera irrelevante frente a la volatilidad de los mercados o las internas políticas de turno.
Nos quieren convencer de que ajustar es inevitable. Pero ya lo vivimos. Basta mirar lo que ocurrió entre 1976-1981; 1998 y 2001, o más cerca, entre 2017 y 2021. El resultado siempre es el mismo: una mayoría empobrecida y una minoría que acumula.
No se trata de pesimismo. Se trata de ver la realidad tal como es. Y de dejar de aceptar que esa realidad no merezca ser contada. Porque un país que no muestra a su gente, a la que trabaja, emprende, cuida, crea y resiste, es un país que se está olvidando de sí mismo.
Amigo lector, amiga lectora: no les pido que piensen como yo. Solo que piensen. Porque la salida no es individual, y porque nadie se salva solo.