La luna llena dibujaba un sendero de plata sobre el mar. Clara, con su vestido blanco agitándose al viento, caminó hasta la fogata donde Fer la esperaba. Sus ojos, iluminados por el fuego, tenían esa calidez que siempre la había desarmado.
—Pensé que no vendrías —dijo él, tendiéndole la mano.
Se sentaron sobre una manta, con las olas susurrando cerca. Fer sacó una pequeña caja: dentro, dos collares con caracoles.
—Los hice para nosotros, para que esta noche no se pierda —explicó.
Clara se lo colocó y lo miró como quien quiere grabar un rostro antes de que el tiempo lo robe. Pasaron horas hablando de sueños, miedos y silencios, hasta que el amanecer encendió el horizonte.
—Tengo que irme —susurró él.
Caminaron hasta la orilla. El agua helada les acarició los pies mientras se abrazaban por última vez.
—No te olvidaré —dijo ella.
—Ni yo a ti —respondió Fer, besándole la frente. Lo vio alejarse hasta que se volvió una silueta difusa. Entonces, Clara se quitó el collar y lo lanzó al mar.
Semanas después, caminando por esa misma playa, una ola dejó a sus pies un caracol idéntico al del collar. Al levantarlo, supo que no todo lo que el mar se lleva, se pierde para siempre
