Cerca del muelle, en una de esas casas antiguas de Miramar, de paredes bajas y patio de azulejos gastados, el aire tenía el olor salado del mar mezclado con el eco de voces lejanas. Todo parecía quieto hasta que apareció una niña pedaleando sola, en una bicicleta demasiado pequeña para el ancho de la Costanera.
Avanzaba despacio, como si el viento la empujara, y la soledad de su andar despertó una inquietud inmediata. No había nadie cuidándola. La imagen se imponía con una fuerza rara, como si el tiempo se hubiese detenido para señalar un detalle que no debía pasarse por alto.
De pronto, como salida de la nada, surgió la ex esposa del hombre que observaba la escena. Él se acercó, todavía con la preocupación ardiéndole en la mirada, y le preguntó de quién era aquella niña. Ella señaló hacia una mujer de cabello rojo, que observaba todo con un gesto casi indiferente.
Él caminó hasta ella. Le habló de la bicicleta, de la soledad de la niña, del riesgo de perderse en el borde del mar. La mujer apenas respondió, murmurando algo vago, confundiendo incluso el apellido de su ex. Él la corrigió con calma, sin insistir demasiado, y volvió sobre sus pasos.
La ex lo esperaba de pie, como si lo hubiera estado aguardando siempre. Sin pensarlo, él apoyó la mano sobre su espalda. El gesto lo sorprendió tanto como a ella, pero no se apartó. Caminaron juntos hacia un taller cercano, mientras él le contaba lo sucedido. Había en esa caminata una mezcla extraña de pasado y presente, de distancia y compañía, como si en ese instante el mar los escuchara y el taller los esperara para reparar algo más que bicicletas.
