Por Pablo Menéndez.- ¿Te acordás del 21 de septiembre? Yo sí. Siempre empezaba la emoción la noche anterior: hablando con los amigos sobre quién llevaba qué, riéndonos de tonterías que en ese momento eran lo más importante del mundo. Todo era un plan secreto, una especie de ritual adolescente que nos hacía sentir que estábamos viviendo algo eterno.
El Vivero era nuestro refugio. Llegábamos con mochilas, viandas y risas a punto de estallar. Allí, entre senderos y árboles, todo parecía posible. Los primeros amores aparecían en las miradas, los secretos se compartían entre risas, y cada gesto, cada palabra, estaba cargado de una intensidad que solo la juventud sabe tener. Creíamos que ese instante duraría para siempre, aunque todos sabíamos que no era así.
Y la noche caía, anunciando el cierre perfecto: el boliche, con luces y música, donde se bailaba hasta que los pies dolieran y la risa fuera un eco que nos acompañaría toda la vida. Ese día se convertía en un ritual: el 21 de septiembre no era solo un día, era nuestra primavera, nuestra memoria hecha realidad.
Hoy todo cambió. Para los chicos de ahora, suena lejano, casi como un cuento. Pero para nosotros fue real, fue aquí, fue nuestra vida. Y aunque muchos caminos se separaron, siempre queda esa frase que nos hace sonreír y recordar:
“Nos vemos en el vivero mañana.”
Palabras que quizá nunca se cumplieron, pero que siguen vivas en quienes sabemos lo que significan. Porque, aunque los años pasen, esos recuerdos siguen latiendo, con la misma fuerza que hace tantos 21 de septiembre atrás.
