Por Pablo Menéndez.- Era enero de 1983. La playa, el sol, el ruido de las olas y las risas alrededor parecían ser apenas un marco. Porque para mí, todo se reducía a ella: María.
En ese tiempo creía de verdad en el amor eterno, en que alcanzaba con sentir fuerte para que nada se rompiera. Y María era eso: la certeza de que el mundo podía detenerse en una sonrisa.
Después, como todo en la vida, se terminó. Sin reproches, sin promesas cumplidas, simplemente se acabó. Pero quedó este retrato, la prueba de que alguna vez el amor existió en mi vida, de que por un tiempo breve pero intenso, María fue mi paisaje entero.
Y aún hoy, cuando miro la foto, siento que aquel verano no se fue del todo. Sigue vivo en la arena, en el mar, y en la memoria que me recuerda que yo también amé de verdad.