La conoció cuando ya no buscaba nada, cuando la vida había limado las urgencias y quedaba espacio para lo verdadero. Ella llegó con esa serenidad que solo tienen las almas que aprendieron a cuidarse. No hubo promesas ni declaraciones: solo una conexión suave, como si el destino los hubiera rozado sin avisar.
Él se fue enamorando despacio, sin ruido. En cada charla, en cada risa, en ese modo suyo de mirarlo como si lo entendiera todo. Y un día se animó —con la torpeza y el valor que da el sentir de verdad— a proponerle algo más.
Ella sonrió con ternura, pero dijo no. No era rechazo, era miedo, o tal vez prudencia. Esas cosas que el corazón entiende, aunque duelan.
Desde entonces, el tiempo ha seguido su curso. A veces ella se aleja, se esconde entre sus silencios. Otras, regresa sin anunciarse, como una brisa que vuelve a mover lo que él creía quieto.
Y él, fiel a ese sentimiento que no se apaga, sigue creyendo que el amor no se termina por un “no”, sino que a veces se queda dormido, esperando su hora.
Porque hay afectos que no se rompen con la distancia. Hay historias que no se apagan con el tiempo.
Y hay amores que, aunque no empiecen, nunca dejan de ser.
