Era una mañana de otoño, el viento revolvía las hojas secas por las calles del pequeño pueblo, y Sofía, con su bufanda de lana enredada al cuello, corría hacia la estación de tren. Llegaba tarde, como siempre, pero aquella vez algo distinto estaba por suceder.
Subió al tren justo antes de que las puertas se cerraran y se dejó caer en el primer asiento libre que encontró. El vagón estaba lleno, pero tranquilo. A su lado, un joven que leía distraídamente un libro levantó la vista al sentir su agitación. Sus miradas se cruzaron solo un instante, lo suficiente para que Sofía sintiera una conexión inesperada. Él le sonrió, y ella, un poco avergonzada, apartó la vista hacia la ventana.
Los días siguientes, Sofía volvió a tomar el mismo tren a la misma hora. Y él siempre estaba ahí, en el mismo asiento, leyendo un libro distinto cada vez. Aunque no intercambiaban palabras, sus miradas se hacían cada vez más familiares, más cercanas. Sin darse cuenta, Sofía empezó a esperar con ansias esos breves minutos en los que coincidían, sintiendo una inexplicable calidez al verlo.
Una mañana, mientras el tren avanzaba entre los campos cubiertos de neblina, el joven cerró su libro y se volvió hacia ella. “Hola”, dijo con una sonrisa suave. Sofía lo miró, sorprendida, pero respondió con un tímido “Hola”. Durante el resto del viaje, charlaron sobre cualquier cosa, el clima, sus libros favoritos, la vida en la ciudad. El tiempo pareció detenerse.
A partir de ese día, cada trayecto en tren se llenaba de conversaciones y risas compartidas. Daniel —ese era su nombre— tenía una risa contagiosa y una manera de hablar que hacía que el tiempo pasara sin que ella se diera cuenta. Los encuentros se volvieron más frecuentes, primero en el tren, luego en un café cercano a la estación. Con cada cita, las barreras se iban desmoronando, y el cariño que al principio era tímido empezó a tomar fuerza.
Un atardecer, mientras paseaban por el parque, Daniel tomó su mano sin decir nada, y Sofía sintió que el mundo se detenía. Era una de esas noches en las que el cielo se teñía de colores imposibles, y el aire frío del otoño se sentía cálido junto a él. Se detuvieron bajo un árbol y, con una ternura que parecía haber esperado toda su vida, Daniel la besó.
El tiempo pasó, pero lo que comenzó como miradas furtivas en un tren se transformó en una historia de amor genuina, de esas que no necesitan grandes gestos ni promesas exageradas. Era el amor en su forma más pura, hecho de pequeños momentos compartidos: risas, silencios cómplices, y la certeza de que, cuando las miradas se cruzaron por primera vez, algo más allá de ellos había decidido que estaban destinados a encontrarse.
Sofía siempre supo que el amor llegaría cuando menos lo esperara. Pero nunca imaginó que lo encontraría en la quietud de un tren que siempre estaba a punto de partir.