Era una noche de verano, y el joven, con su camisa a cuadros y un par de auriculares colgado al cuello, parecía invencible. En aquellos años, cada noche era una aventura, y cada canción que sonaba se sentía como un himno generacional. La música no solo era un pasatiempo, sino la esencia misma de esos momentos.
Eran los días en que pasaban horas grabando cintas, escuchando los nuevos hits que alguien había descubierto en la disquería de ese época y compartiendo sus descubrimientos como tesoros. Él siempre estaba en el centro de todo, con una sonrisa que contagiaba y una energía que animaba a todos a seguir bailando, aun cuando la noche parecía llegar a su fin.
Esa noche, en particular, llevaba consigo una canción que quería mostrar a sus amigos. Decía que era algo diferente, algo que resonaba de una manera especial. Y cuando finalmente la puso a todo volumen, todos se quedaron en silencio, atrapados en el momento. Fue como si el tiempo se hubiera detenido solo para ellos, mientras cada acorde llenaba el boliche y se grababa en sus memorias.
Con cada risa, con cada baile, se forjaba una promesa tácita de amistad eterna. Sabían que vendrían otras noches, otras canciones, pero también que nada volvería a ser exactamente igual. Esa noche era suya, y en ese pequeño instante, en medio de la juventud y la música, eran felices de una forma pura e irrepetible.