Por Pablo Menéndez.- Miramar tiene encantos únicos, y uno de los más cautivadores es su costanera. Salir a caminar, correr o andar en bicicleta por este escenario natural es una experiencia que se vive de maneras distintas según la estación. En invierno, pocos valientes se atreven a enfrentar el frío temprano por la mañana; las actividades físicas suelen reservarse para el mediodía, cuando el sol alivia un poco el aire helado. Pero en verano, el amanecer se transforma en un espectáculo irresistible, una invitación a disfrutar del inicio del día con un paisaje que alimenta el alma.
Muy temprano, la costanera despliega una escenografía peculiar. Por un lado, están los jóvenes que vuelven de los boliches, en grupo, con risas que parecen interminables. Por el otro, estamos quienes ya dejamos esa etapa atrás hace tiempo, saliendo a caminar o trotar, auriculares puestos y mirando al horizonte. Los primeros, como gaviotas, se reúnen en busca de una hamburguesa, una última carcajada o ese amor veraniego que tal vez solo dure una noche. Los segundos, inmersos en canciones de Génesis, Supertramp o Queen, esquivamos a la juventud con una sonrisa nostálgica.
Es imposible no transportarse en el tiempo al observarlos. Recuerdos de aquellas madrugadas nos invaden: las vueltas del boliche, los encuentros en la hamburguesería “El Vasco” de 9 de Julio, o en los clásicos como “Mickey” y “Las Gaviotas”. Eran momentos que, aunque parecían fugaces, dejaron una huella imborrable.
Nito Mestre lo resumió bien en su canción Distinto tiempo: el amanecer sigue siendo el mismo, pero las modas cambian, los contextos se actualizan y la vida sigue su curso. Sin embargo, hay algo que une a las generaciones: ese instante mágico en el que la noche cede ante el día, y la costanera se convierte en un puente entre los de ayer y los de hoy.
