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Historia de vida: El golpe que me enseñó a hablar


Historia de vida: El golpe que me enseñó a hablar

Por Pablo Menéndez.- 1. La aventura en bicicleta

Era una tarde como tantas en Miramar. Yo tenía cinco años y andaba en bicicleta con mis primos y hermanos, disfrutando esa libertad de la infancia. Mi primo, que me llevaba en su bici, tenía once años, pero parecía más grande, como si tuviera catorce.

Me acuerdo de su camisa, blanca, esa imagen quedó grabada en mi memoria. Pedaleábamos por la calle 31, donde hay una pequeña bajada o subida, según desde dónde se la mire. Estábamos por tomarla cuando, sin querer, toqué el freno delantero. La bicicleta se detuvo en seco, pero yo no. Salí despedido por encima del manubrio y caí de cara al suelo,

2. La caída y la sangre en la camisa

El dolor fue instantáneo, pero más que eso, sentí la sangre caliente brotando de mi boca. Mi primo, con la rapidez de alguien que ya sabía lo que había que hacer, me levantó en brazos y me llevó corriendo hasta mi casa. Yo veía mi propia sangre manchando su camisa, algo que todavía hoy recuerdo con claridad.

No había rejas en esa época, así que entramos directo por el pasillo. Al verme, mi mamá no se alteró. Era enfermera o ayudante de enfermería, así que estaba acostumbrada a estas cosas. Mi primo solo dijo dos palabras a mi madre cuando me llevaba:

—Sangre pura.

Me llevó de inmediato al hospital, que estaba a una cuadra.

3. El doctor Meyer y la sorpresa

En la guardia me atendió el doctor Meyer, un médico que había llegado hacía poco a Miramar y que más tarde se iría de la ciudad. Me revisó y determinó que tenía el frenillo cortado. Con paciencia, me cosió la boca. Era mi primer recuerdo de puntos en la piel, pero no sería el último.

Lo que nadie imaginaba en ese momento era que ese golpe cambiaría algo más que mi boca.

Desde antes del accidente, yo tenía problemas para pronunciar la “R”. Me arrastraban las palabras, por eso mis padres me habían mandado a la fonoaudióloga. Tenía que repetir una y otra vez el famoso recitado:

—R con R guitarra, R con R carril, rápido corren las ruedas del ferrocarril.

Pero siempre salía trabado.

4. Un cambio inesperado

Pasaron los días, me sacaron los puntos y volví a la fonoaudióloga. Ella me pidió que recitara como siempre. Yo lo hice sin pensar y, para sorpresa de todos, la “R” salió perfecta.

El corte del frenillo había hecho que mi lengua pudiera tocar el paladar con más facilidad, permitiéndome pronunciar bien. En pocas palabras, ese golpe me había “curado”.

5. La venganza de la enfermera

Poco después, llegó el momento de entrar a la escuela parroquial. Nos llevaban a todos los chicos a vacunarnos con la famosa Sabin, unas gotitas que se ponían en la boca para prevenir la polio.

Cuando la enfermera se acercó con el gotero y dejó caer las gotas en mi lengua, mi reacción fue inmediata: las escupí directo sobre su delantal.

La pobre mujer no supo qué hacer. Se puso roja, yo también, y mi mamá tuvo que disculparse por mí. Era mi pequeña venganza involuntaria contra las agujas y los médicos.

Cierre con reflexión

Hoy, con 61 años, sigo recordando esa historia como si hubiera pasado ayer. A veces, la vida nos da golpes inesperados que terminan siendo regalos disfrazados. Y en mi caso, ese accidente me enseñó a hablar bien… aunque también me dejó un respeto eterno por los frenos de las bicicletas.

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