Por Pablo Menéndez.- La encontró en la mesa del fondo, jugando con el borde de su copa de vino, la mirada perdida en algún recuerdo. No la veía desde hacía años, pero en cuanto levantó los ojos y lo vio, supo que nada había cambiado.
Él se sentó frente a ella sin pedir permiso, sin disimular la manera en que sus ojos recorrían su piel.
—¿Esperabas a alguien? —preguntó con una sonrisa ladeada.
—Quizás —respondió ella, apoyando el codo en la mesa, inclinándose apenas hacia él—. Pero ahora ya estás acá.
Pidieron más vino. Al principio, las palabras eran cautelosas, probándose, tanteando si aún quedaba algo entre ellos. Pero con cada sorbo, la conversación se volvió más íntima. Recordaron viejas noches, se rieron de las promesas incumplidas, jugaron a imaginar cómo habrían sido si no se hubieran perdido el rastro.
—¿Todavía besás igual? —susurró ella, con la voz más baja, más densa.
Él se inclinó sobre la mesa, rozando su mano con la yema de los dedos, atrapándola en su mirada.
—Solo hay una forma de averiguarlo.
No hubo prisa, no hubo urgencia. Fue un beso lento, profundo, como si estuvieran redescubriéndose. Su boca tenía el sabor del vino y la nostalgia, su piel se encendía con el roce de sus manos.
El bar siguió su ritmo: risas lejanas, copas entrechocando, la música envolviéndolos en su propia burbuja. Pero para ellos, el mundo había desaparecido.
Las dos horas pasaron demasiado rápido. Cuando la medianoche se acercó, ella miró el reloj y suspiró.
—Tengo que irme —dijo, pero sin soltar su mano.
Él la miró a los ojos, acariciando su pulgar sobre la palma de ella, sin ganas de soltarla.
—Podemos quedarnos un poco más —propuso.
Ella sonrió, mordiendo levemente su labio inferior.
—O podemos irnos juntos.
Él pagó la cuenta sin dudar.
Esa noche no cometerían el error de despedirse demasiado pronto.