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Cuento corto: Ojos que nunca se olvidan. Por Pablo Menéndez


Cuento corto: Ojos que nunca se olvidan. Por Pablo Menéndez

Él se había sentado a beber su café, solo, mientras en las mesas cercanas hablaban de cosas cotidianas: fútbol, familia, trabajo. Conversaciones que se entremezclaban con el aroma a café recién hecho y el murmullo de la ciudad que despertaba. Intercambió unas palabras con el mozo y luego dirigió su mirada a la calle.

Era una mañana soleada, primaveral, aunque el calendario marcaba junio. Desde la planta alta del bar, el reflejo de la luz sobre los vidrios le trajo un recuerdo lejano, casi dormido, pero siempre latente. Esos ojos celestes. Los había visto por primera vez en su adolescencia, y desde entonces, nunca pudo olvidarlos.

Ella tenía la frescura de quien sonríe con el alma. Se cruzaban en cada reunión, en cada baile, en cada atardecer de aquellos años en que el amor parecía un juego de miradas y silencios cómplices. Pero por más que él intentara, ella no aceptaba ni sus cumplidos ni sus confesiones. El tiempo pasó y la vida lo llevó por otros caminos. Un verano del ’82 conoció a otra chica, con otro brillo, otro perfume. Se dejó llevar por la música, la noche y la risa fácil, creyendo que aquel primer amor había sido solo un metejón de juventud. Hasta que un día, de repente, esos ojos celestes lo buscaron.

Fue un instante, pero lo entendió todo. Algo en la manera en que ella lo miraba ahora, con una ternura distinta, con una intensidad nueva, le hizo saber que el destino aún tenía algo reservado para ellos. Y un día de marzo, cuando el verano se despedía y el otoño empezaba a pintar la ciudad de ocres, ella se acercó. Sus labios se encontraron por primera vez y sus cuerpos se reconocieron en un abrazo que llevaba años esperando.

El tiempo transcurrió, como siempre lo hace, y un día esos ojos celestes se alejaron. No fue un adiós abrupto ni definitivo, sino el tipo de distancia que la vida impone cuando los caminos se bifurcan. Sin embargo, a pesar de todo, nunca dejaron de saberse. De alguna manera, un lazo invisible los mantenía unidos. Sabían uno del otro, de sus logros, de sus fracasos, de sus pérdidas y alegrías.

Y ahora, en esa mañana de junio, él volvió a encontrarlos. Esos mismos ojos celestes, humedecidos por la emoción del reencuentro. No hizo falta decir nada. Se sentó frente a ella y simplemente sonrió. Porque algunos amores nunca se olvidan, aunque la vida insista en hacerlos creer lo contrario.

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