*Por Pablo Menéndez.- Vivimos una situación límite. Mientras millones de argentinos apenas logran llegar a fin de mes —y muchos ni siquiera eso—, los dirigentes políticos siguen jugando a ver “quién la tiene más larga”. En medio de una guerra económica interna, con precios que no paran de subir y familias rotas por el cansancio, el hambre o la falta de rumbo, vemos a un presidente que se va a recibir un premio que nadie sabe de qué se trata. ¿Es el único responsable? Claro que no.
La oposición, esa que debería marcar caminos o proponer alternativas, está más ocupada en sus internas que en los problemas reales de la gente. Repiten el mismo espectáculo que hace seis años: peleas a cielo abierto para ver quién manda, quién tiene la lapicera, quién gana el espacio. ¿Y la sociedad? Más sola, más desorientada, más desencantada.
¿Les da algún rédito a las familias que no pueden pagar un alquiler, que cortan el pan en partes para que alcance? ¿Sirve de algo tanta pelea política mientras los recursos se achican y el ajuste recae siempre en los mismos?
En este año electoral deberíamos estar debatiendo ideas. Deberíamos discutir cómo salimos adelante, cómo generamos trabajo, cómo cuidamos a los que menos tienen, cómo recuperamos un poco de esperanza. Pero no. El escenario está tomado por ataques personales, discursos cargados de violencia y egos desmedidos. Nunca fue tan pobre nuestra democracia, ni tan rica en insultos.
Necesitamos otra forma de hacer política. Una que se haga fuerte con los débiles. Que escuche más de lo que grita. Que entienda que sin sociedad no hay república posible. Ya no alcanza con slogans ni con gestos vacíos: hay que poner el cuerpo, el corazón y las ideas. Y sobre todo, hay que animarse a decir basta.
Porque si no lo hacemos nosotros —los que vivimos el día a día, los que vemos las cosas desde abajo—, no lo va a hacer nadie.
La democracia no se defiende con gritos, se construye con empatía.