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Relato: “Respirar sudestada”


Relato: “Respirar sudestada”

“Cada tanto necesito respirar sudestada”, dijo una vez el recordado cineasta y acuarelista Jorge Acha. Esa frase, sencilla pero cargada de imágenes, quedó grabada en mi memoria y regresa —siempre— cada vez que ese viento se levanta con fuerza en Miramar.

La sudestada no avisa. Llega con todo: el cielo se vuelve denso, el mar se enfurece, las olas revientan con violencia y trepan los murallones, como si quisieran recordarnos su poder. La costa se transforma en un espectáculo crudo y hermoso, ideal para los que buscamos atraparla en una foto, o simplemente contemplarla en silencio, dejando que el viento nos atraviese el cuerpo y el alma.

Con ella también llega otro tiempo. Se va apagando el otoño y se asoma, inevitable, el invierno. Días más cortos, menos luz, fríos intensos y un aire húmedo que cala hondo. Para algunos, un infierno; para otros, una estación de abrigo, sopa caliente y soledad elegida. Pero en todos deja huella.

Los que peinan canas suelen repetir: “frío era el de antes”. Hablan de la escarcha diaria, del pasto blanco al amanecer, de la estufa a kerosene y de inviernos que parecían eternos. Y algo de razón tienen. Eran otros tiempos: ni mejores, ni peores, simplemente diferentes.

Lo que no cambia —y quizás nunca cambie— es esa necesidad cíclica, casi visceral, de respirar sudestada. De dejarse sacudir por ella, como si en ese viento cargado de sal, frío y memoria, se escondiera una verdad simple: que Miramar también se vive en los días grises, cuando el mar ruge y el viento arrastra todo lo que sobra.

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