La tormenta los sorprendió en la ruta. El limpiaparabrisas apenas podía con el aguacero y Pablo tuvo que detenerse en la banquina. El motor quedó en silencio, y sólo la lluvia, furiosa, golpeaba contra la carrocería.
Dentro del auto, el aire se volvía denso. Los vidrios se empañaron enseguida, aislándolos del mundo exterior. Era como si la tormenta los hubiera encerrado en una burbuja.
Carla lo miró, con esa sonrisa ladeada que siempre mezclaba desafío y ternura. —Parece que no nos deja seguir —dijo, jugando con la hebilla de su cinturón.
Pablo no respondió: su mano ya buscaba la suya, fuerte, y la otra se deslizaba hasta rozar su muslo. Ella dejó escapar un suspiro que el rugido de la lluvia disimuló.
El espacio reducido amplificaba todo: el roce de sus rodillas, el calor de sus cuerpos, el temblor de sus respiraciones. Pablo inclinó su rostro hacia ella, encontrando sus labios con una ansiedad contenida, un beso profundo que borró cualquier rastro de prudencia.
Carla se inclinó sobre él, sus manos explorando, su cuerpo cediendo al deseo. La lluvia marcaba el compás, golpeando sin pausa, mientras los cristales vibraban con el mismo ritmo que sus gemidos ahogados.
Afuera, el mundo seguía bajo el agua. Adentro, ellos ardían, como si la tormenta hubiera nacido sólo para encubrirlos.