Miro la foto y me agarra esa sensación vieja, conocida. En el horizonte, esa pareja sentada en la arena podría haber sido nosotros. Podría haber sido aquel día con María, cuando el sol caía despacio y creíamos que nada podía romper ese momento. Éramos dos, y parecía que el mundo se quedaba quieto solo para escucharnos respirar.
Me acuerdo de su voz jurando amor eterno. Qué palabra grande… eterna. Y sin embargo, en ese instante, yo le creí. Ahí, frente al mar, con el cielo encendido, ¿quién no hubiera creído?
Pero bueno… como decía Goyeneche, qué importa el después. El después vino igual, y hoy el presente es esta soledad que se sienta al lado mío sin molestar. Una soledad que no habla, pero que recuerda. Porque alguna vez amamos. Y alguna vez, también, nos amaron.
Sigo mirando la foto y una brisa me pasa por la cara. Me hace sentir vivo, aunque duela un poquito. Por un momento me parece escucharla otra vez, a María, diciendo lo que después no pudo cumplir. No la culpo. Nadie puede prometerle eternidad al viento.
Me levanto. Camino por la arena y siento que detrás mío queda algo así como una estela, un deseo que todavía resiste: el de poder volver una sola vez a ese atardecer. No para cambiar nada… solo para sentirlo otra vez.
Hay recuerdos que no se borran, aunque pase toda la vida. Quedan ahí, donde el sol baja despacio y uno quisiera quedarse un rato más.
