Un recorrido íntimo por las calles que forman la memoria. Negocios, personajes, fútbol, amistad y pérdidas. Crónica de pertenencia de alguien que nunca se fue del todo.
Como todos, creo que el barrio de uno es el mejor. Es como con los padres: para cada hijo, los suyos son los mejores, salvando raras excepciones. Sin embargo, hoy escribo sobre mi barrio. Sobre esas calles que transité desde el día en que nací, allá por 1964.
Cuando uno empieza a tener registro de su vida, aparecen los recuerdos de la infancia. Iba a la escuela de tarde, así que las mañanas eran territorio propio: la tarea de ir a comprar el pan a la panadería Miramar (27 y 32); de ahí, al kiosco de Tilde Palmieri, un ícono del barrio, en la esquina de 29 y 32. El diario La Razón – Edición Quinta, era parte del ritual.
Los lunes tenían otra emoción: llegar y buscar todo lo relacionado con el fútbol. Tablas de posiciones, resultados, síntesis y las infaltables apostillas. Y los martes, El Gráfico. La Biblia —perdón por la comparación— para los futboleros.
Las huellas del barrio también tenían nombre propio: el almacén de Ángel Pugliesi (30 entre 31 y 33) frente a mi casa, el de Aracil; después Roberto Ferrari, primero en 31 y 30, y más tarde en 30 y 29. Estaban los Maffei: durante mucho tiempo, torneria durante el invierno, y en verano eran los propietarios de las empanadas de Don Genaro (Avda 23 casi 18), que pasaron a ser parte de la historia de nuestra ciudad. Más tarde, Tito Maffei, junto a sus hijos, se dedicó a las piezas para autos de carrera. Hoy ya trascienden el barrio y Miramar: son referencia en el automovilismo zonal, regional y nacional.
Teníamos nuestra canchita en 31 entre 32 y 34. Ahí le dábamos a la pelota hasta que empezaban los gritos de las madres llamándonos a casa. Y las calles eran otra canchita más: dos contra dos, tres contra tres, arco chico. Cuántas veces el cordón de la vereda nos servía para tirar la pared.
También estaban los juegos de nuestra infancia: las escondidas, el patrón de la vereda, jugar de arco a arco, cabeza a cabeza, siempre con la histórica pelota de goma. Las noches de verano tenían otro ritmo, otra música. A veces era la radio: la Tonomac gritando el gol de Independiente campeón frente a Colo Colo, o aquella noche mágica del 25 de enero de 1978, cuando Independiente, con ocho jugadores, ganó la final del Nacional. Recuerdos que nunca se irán.
Ya en la adolescencia apareció la casa del querido y siempre presente Rafa. Todos los días: música, la bici rumbo a la escuela técnica, charlas sobre sueños utópicos, los primeros amores —los no correspondidos y los que sí—, el mate a las dos de la mañana. Más grandes, pasaba a buscarlo con la F-100 y salíamos a la nada misma. Los fines de semana, cerca de las diez de la noche, Torre: Rafa a la barra y yo a las bandejas giradiscos.
Así fuimos creciendo junto a nuestro barrio. Alguna casa nueva, pero la mayoría de los vecinos eran los mismos. En la adultez me fui a otro barrio, pero como dijo Troilo:
“Alguien dijo una vez que yo me fui de mi barrio, ¿cuándo?, ¿pero cuándo?, si siempre estoy llegando…”
Y siempre estaba llegando. Primero con mis hijos. Después, ya de vuelta solo. Las pérdidas fueron golpeando: mi separación, la partida de mi padre, todo en poco tiempo. Creo que caminar las calles de mi barrio me curaba un poco las heridas.
Todo cambia. Hoy hay otras caras, otros vecinos. Pero lo que no se pierde es lo vivido, lo soñado, la certeza de una pertenencia. Yo solo soy un relator periodístico, pero sé muy bien que, pese a mis cuidados, quedarán olvidados algunos nombres y casos que debieron figurar aquí. Me hubiera gustado recordarlos a todos.
Y parafraseando a un recordado Segundo Acha, la única autoridad que me asiste para presentar este relato es haber nacido y vivir más de sesenta años en Miramar, pensando siempre en dejar algo útil para el mañana.
Firma: Pablo Menéndez
Periodista – Miramar
Publicado en elrecado7607.com



