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Un rey Inca


Un rey Inca

Fuente: Felipe Pigna, Manuel Belgrano. El hombre del Bicentenario, Planeta, Buenos Aires, 2016, págs. 381-385.

El 15 de noviembre de 1815, Belgrano se embarcaba [en Londres, a donde había sido enviado en misión diplomática] para regresar a Buenos Aires. Traía consigo un retrato que, aunque sin firma, la tradición familiar de los Belgrano atribuyó siempre al pintor François Casimir Carbonnier. (…)
Pero, además de ese retrato y el informe de las gestiones realizadas en Londres, Belgrano volvía con una idea que tendría algunos apoyos significativos entre los patriotas más destacados, pero el rechazo generalizado de la elite gobernante en el Río de la Plata.
A fines de marzo de 1816 había comenzado a sesionar el Congreso de Tucumán y hacia allí se trasladó. Tres días antes de la Declaración de Independencia y en el momento de discutir la forma de gobierno, se sumó a la opinión de la mayoría de los diputados que proponían la monarquía, pero sugirió a partir de su tan reciente como frustrante experiencia europea, no buscar príncipes en el viejo continente sino entregarle el trono a un descendiente de los incas, como forma de reparar las injusticias cometidas por los conquistadores contra las culturas americanas y como acción estratégica para promover apoyos en zonas como el Alto Perú, en las que no pocos de sus habitantes, en su mayoría indígenas, se habían mostrado esquivos, hostiles o justificadamente desconfiados de los verdaderos propósitos de la revolución proclamada.
Conforme a estos principios, en mi concepto, la forma de gobierno más conveniente para estas provincias sería la de una monarquía temperada, llamando a la dinastía de los Incas, por la justicia que en sí envuelve la restitución de esta casa, tan inicuamente despojada del trono; a cuya sola noticia estallará un entusiasmo general de los habitantes del Interior.

Belgrano aprovechó la ocasión que se le brindaba de dirigirse al Congreso para, en la misma línea que su amigo y compañero San Martín, animar a los diputados a tomar la decisión de declarar finalmente la independencia.
La propuesta de Belgrano, que fue apoyada por San Martín y Güemes, no fue escuchada. Incluso algunos diputados, como el porteño Tomás Manuel de Anchorena, a quien Manuel consideraba su amigo, se burlaron acusándolo de querer coronar a un rey “de la casta de los chocolates”.[1] Belgrano suponía que habría esas reacciones, como se aprecia en esta carta dirigida a su amigo el doctor Manuel Ulloa:
Verá usted cómo unos me atacan y otros me defienden acerca de nuestro pensamiento de monarquía constitucional e Inca. Digan lo que quieran los detractores, nada y nadie será capaz de hacerme variar de opinión: creo que es racional, es justa, y ni el cadalso ni las llamas me arredrarían de publicarla. Lo que siento es no ver la idea realizada, efecto, a mi entender, del deseo de perfecciones a que aspiran estos señores […]. Ya no tengo expresiones para clamar por constitución; en fin, lo de la traslación aún tengo esperanzas que no se verifique; repito a usted que no alcanzo el modo de ver de estos señores, mis talentos son escasos, y a esto debo atribuirlo.[2]

Lo que a los hombres que mandaban en las Provincias Unidas –dispuestos a traer a toda costa un príncipe europeo para coronarlo en el Río de la Plata– les parecía “exótico”, estaba en realidad planteado desde los inicios mismos de la lucha independentista sudamericana. Francisco de Miranda, en el proyecto constitucional redactado en 1798 para su ambicionada “Colombia”, que debía abarcar desde el río Misisipi hasta el cabo de Hornos, proponía establecer una monarquía constitucional, regida por un Inca hereditario, una solución similar a la planteada por Belgrano.[3]
Pero el debate sobre la monarquía constitucional incaica lanzado por Belgrano siguió en los periódicos, como lo demuestra esta carta anónima de un lector publicada por El Censor en septiembre de 1816:
Al decidirse el gobierno monárquico constitucional, siempre había quien tocase el punto de la legitimidad del soberano. Fernando tenía partidarios; a los Incas no les faltaban; mas aquellos han perdido todos entre naturales, así indígenas como oriundos de Europa, luego que han visto sus miras sanguinarias, sus crueldades, y que para colmo han sabido se halla sentado en el trono de su padre, que arrancó con violencia, aunque no con sangre, como lo hicieron sus mayores con los Incas y Moctezumas. Vea V. pues, señor Censor, a los cuatro siglos vuelven a recuperar sus derechos legítimos al trono de la América del Sud: he dicho legítimos, porque los deben a la voluntad general de los pueblos. Sabido es que Manco Capac, fundador del gran imperio, no vino con armas a obligar a los naturales a que se le sujetasen, y que estos le rindieron obediencia por la persuasión y el convencimiento, y lo reconocieron por su emperador […]. Pues ahora que estamos convencidos de que sólo la monarquía constitucional es la que conviene a la América del Sud, no expresemos únicamente nuestra voluntad de que queremos que tenga la representación soberana un Inca, sí también sostengámoslo con las armas y de un modo imponente, para que se respete el imperio, porque es preciso desengañarse, como V. sabe, de que nada importa la justicia cuando no está acompañada del poder para sostenerla. […]. Nuestra justicia hallará apoyo en los más de ellos, si es que no quieren caer en contradicción como Fernando, y se deciden por la legitimidad para la Europa, y la ilegitimidad para la América.[4]

El Censor le contestaban desde La Crónica Argentina, con estos argumentos:
De los derechos de los indios no se puede dudar y es justo que tengan debida representación en el gobierno nacional: pero tal vez no serían contentos todos los pueblos o distritos de ellos, cuando fuese revestido de la suprema magistratura perpetua, un descendiente del último de aquellos emperadores que tuvieron su trono en el Cuzco; y menos cuando el último fue un usurpador. Quiero sugerir la probabilidad de que sería más reconciliable con los derechos de los indios en general, un sistema que permitiese a las varias tribus de ellos, como a los demás distritos del reino, que elijan sus propios respectivos gobiernos locales los más análogos a su situación, y con la libertad de dar el título de Inca o Cacique a su primer magistrado o gobernador, cuando estos lisonjeasen a sus preocupaciones; y este magistrado podía ser de aquellos que se reputen descendientes de sus antiguos jefes. Esta cuestión me parece digna de la atención de aquellos, cuyo mayor argumento a favor del gobierno monárquico se funda en los derechos que se atribuyen a los descendientes de los antiguos monarcas peruanos.[5]

Hoy puede chocarnos que hombres como Belgrano o San Martín, que desde la infancia asociamos a las ideas de libertad e independencia, se manifestasen abiertamente monárquicos y no tuviesen confianza en el sistema republicano. Pero no debemos olvidar que estaban formados en las ideas de la Ilustración de fines del siglo XVIII y que, siguiendo el pensamiento de Montesquieu, veían en la monarquía parlamentaria británica el modelo de organización que equilibrase los poderes públicos y asegurase las libertades civiles y el orden. Los mismos revolucionarios franceses, en 1791, habían intentado ese camino, antes de que Luis XVI se aliase con los enemigos de su país para reimplantar el absolutismo. Como “ilustrados”, por otra parte, estaban siempre temerosos de los “desbordes del populacho”, y negar ese límite de sus ideas políticas sería tergiversar su pensamiento. En todo caso, el respeto que siguen mereciendo se debe, ante todo, a la honestidad con que sostenían esas ideas –no en beneficio personal o de la “casta de mandones”– y a que, en su accionar, solían sobrepasar esos límites, con medidas mucho más democráticas y por “la felicidad de los pueblos” que la mayoría de sus contemporáneos.

Referencias:

[1]  Vale la pena recordar que el chocolate proviene de los aztecas, no de los incas.
[2]  Citado en Aníbal Jorge Luzuriaga, Manuel Belgrano. Estadista y prócer de la independencia hispanoamericana, Universidad de Morón, Buenos Aires, 2004, pág. 408.
[3]  Francisco de Miranda, Colombeia, Ediciones de la Presidencia de la República, Caracas, 1978. Véase también Felipe Pigna, Libertadores de América. Vida y obra de nuestros revolucionarios, Planeta, Buenos Aires, 2010, pág. 40-41.
[4]  El Censor, números 55 y 56, 12 y 19 de setiembre de 1816.
[5]  La Crónica Argentina, Nº 24, 9 de noviembre de 1816.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar

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