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Calfulcurá, según Guinnard. Por Fernando Brittez


Calfulcurá, según Guinnard. Por Fernando Brittez

En mayo de 1856 el francés Auguste Guinnard  emprendió una aventura en búsqueda de fortuna que le costaría demasiado. Partió de aquí cerca, el rio Quequén Grande, con rumbo a la Sierra de la Ventana, acompañado por un italiano tan inconsciente como él. Que a veces la ambición no tiene límites y ni siquiera respeta los de la razón, queda demostrado por la conducta temeraria y negligente de estos dos viajeros, que se sumergieron en pleno territorio indígena equipados sólo con algunas provisiones, un par de armas de fuego y una brújula. Como no podía ser de otra manera, pronto  fueron interceptados por una partida de indígenas, que tomaron a Guinnard como cautivo y asesinaron a su compañero.

Durante los tres años siguientes el francés fue esclavo, peregrinando de un grupo a otro, comprado y vendido por sus sucesivos dueños. Su permanencia en el mundo indígena fue terrible, sometido a trabajos forzados, castigos físicos y psicológicos, durmiendo a la intemperie y muchas veces disputando la comida con los perros, según describe en las memorias del cautiverio publicadas a su regreso a Europa con el título “Tres años de esclavitud entre los patagones”.

En una oportunidad su amo le dictó una carta dirigida a las autoridades de la frontera, para ser llevada por una partida que viajaba a comerciar. Pero pronto algunos regresaron y narraron que después de su lectura los enviados fueron apresados, en espera de la muerte, cosa que finalmente no sucedió.  Pero para el momento en que fueron liberados, Guinnard había tenido que huir para salvar su vida, porque fue sospechado de traición y condenado a muerte. Se refugió entonces en los toldos de Calfulcurá, el “Gran Señor de las pampas”, cacique de caciques. Así lo describe el francés:

“Después de haber galopado el día entero llegué, cuando caía la noche, al campo de Calfulcurá -Piedra Azul-, gran cacique de la confederación india, de la que formaba parte la tribu de mis perseguidores y donde, sin embargo, no me conocían aún. Nada, al llegar, me hizo adivinar cuál entre los indios que tenía por delante podría ser el gran cacique, porque ninguna seña lo distinguía de sus súbditos. Sólo cuando dirigió la palabra a los otros para darles órdenes reconocí al jefe por el sonido de su aire imperioso.

Era un hombre más que centenario ya, pero que a lo sumo parecía tener sesenta años; su cabellera negra todavía hacía marco a una vasta frente sin arrugas, que los ojos vivos y escrutadores hacían muy inteligente. El conjunto de la fisonomía de este jefe, aunque con cierta dignidad, recordaba perfectamente, sin embargo, al tipo de los patagones occidentales a quienes remontaba su origen. Como ellos, era de alta estatura; tenía los hombros muy anchos, el pecho arqueado; la espalda estaba un poco agobiada; el paso pesado, casi dificultoso, pero gozaba todavía de todas sus facultades; con la excepción de dos dientes perdidos en un combate en que le habían partido el labio superior, este viejo los poseía todos intactos todavía.

Atónito al verme, y por menos se habría asombrado cualquiera, este hombre me preguntó qué quería yo y qué motivo me daba la osadía suficiente para aventurarme a visitarle sin compañía.

El me huinca cheu tuwimi chumeichi-métchy – Y, pues, cristiano, ¿de dónde vienes? ¿Cómo es que –quisu konman chumbe emi nai pofo lagan anei – ¿vienes sólo?; ¿qué es lo que quieres; eres loco, creo? ¿Por qué chumal quisu pasian inche meu? – te paseas sólo en mi casa?

Me di a conocer; le expuse en pocas palabras los acontecimientos ocurridos el día anterior y aquella mañana, y le supliqué que tomara en cuenta la veracidad de mi relato; terminé demostrándole que si hubiese engañado a los indios habría tratado indudablemente de evadirme […].

Al día siguiente, una partida de la tribu que había abandonado vino, con el jefe al frente, a pedir audiencia a Calfulcurá y reclamar mi suplicio instantáneo, como cosa debida […] [Pero] Calfulcurá se declaró en mi favor, reconociendo, dijo, que era imposible que un culpable hablara como lo hacía yo. Prohibió a todos maltratarme y después se volvió a mí para tranquilizarme diciendo que no me abandonaría, a fin de que nada malo me ocurriese […].

Calfulcurá lleva consigo una especie de reliquia muy curiosa, que encontró siendo niño. Es una piedrita azul, cuyo nombre lleva [Callvü=azul, Curá=piedra]. A la que quiso dar la Naturaleza una forma casi humana; la superstición de los indios les lleva a mirarla como un talismán. Según ellos Huecuvú [Diablo] la hizo caer en sus manos para preservarlo de todo peligro y hacerle invencible. A ella atribuyen todos los triunfos de Calfulcurá; les confirma en esta creencia la organización verderamente excepcional de este jefe y su inteligencia muy superior a la de todos los otros caciques, que están de acuerdo en decir que jamás podrían reemplazarlo. No hay, hasta entre los hispanoamericanos, a quienes ha hecho tanto mal, quienes no se complazcan en reconocer y admirar su valentía y sus capacidades extraordinarias.

Este hombre, tengo la convicción de ello, no habría sido enemigo de la civilización, pues estaba dotado de instintos generosos. Tenía el sentimiento de la justicia; pero, desgraciadamente para los argentinos, para quienes su sumisión habría sido fuente de grandes riquezas, la falta de habilidad de que dieron pruebas y la inconstancia de su política desviaron las buenas disposiciones del cacique. Este jefe, para conservar toda su autoridad sobre los seres hoscos que mandaba y manda quizá todavía, debió ahogar por la fuerza en el fondo del corazón todos sus buenos sentimientos”.

 

Fuente: El Otamendino, N°752, 01/12/16

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