En 1848 el comerciante británico William Mac Cann recorrió la campaña bonaerense. Este viajero observó con agudeza el paisaje natural y social de la pampa de finales del período rosista, y registró sus experiencias en el libro “Viaje a caballo por las provincias Argentinas”, publicado en Inglaterra, en 1853. El fragmento que se presenta a continuación describe con precisión a los estancieros pampeanos de mediados del siglo XIX, y ofrece una visión de los mismos diferente de la que por lo general se tiene en la actualidad, que corresponde a la del gran terrateniente pampeano de la Época de Oro (1890 a 1930 aproximadamente). Este último es en realidad una figura aparecida tardíamente, heredera de los rústicos hacendados coloniales y de los nuevos propietarios aspirantes a la burguesía agraria, que así describe Mac Cann:
“Los propietarios de campos pueden dividirse en dos categorías: los que quieren adoptar hábitos europeos, cuyas modalidades imitan, y los que prefieren adoptar las costumbres del país. Estos últimos viven de idéntica manera que los peones; el patrón, aunque sea propietario de una o dos leguas de tierra, en nada se diferencia del peón, en cuanto a sus hábitos y sentimientos; la única diferencia notable está en que el patrón dispone de más dinero para jugar y anda mejor montado que el peón. Generalmente, los propietarios que desean adaptar sus costumbres a la vida europea, son aquellos que, por accidente o de propósito, se han vinculado a los extranjeros de Buenos Aires. Vuelven al campo con el deseo de mejorar sus propiedades y en lo posible conforman su vida a los hábitos y comodidades de la civilización. Como dato muy ilustrativo de lo que acabo de decir, mencionaré el caso de un rico propietario a quien visité. Este hombre vivía –según una frase que oí de sus propios labios- en estado natural. Su indumento era el del gaucho; el cuarto en que dormía no había sido barrido desde hace seis meses atrás. Bajo el techo que ocupé, se hallaba un gallo de riña, favorito del patrón, atado a una pata de la cama, para que su dueño pudiera tenerlo a mano y divertirse con él; colgaban de las paredes, estribos, espuelas y otras prendas de montar, todas de plata. La comida consistió en carne y nada más que carne, no se nos dio ni sal ni pan, ni galletas ni verdura de ninguna especie; bebimos solamente agua y comimos en el suelo, a falta de mesa. Cerca de la casa de este hombre, tuve la ocasión de visitar a otro que no era más rico, pero aspiraba a llevar una vida más civilizada; allí vi, complacido, una mayor limpieza, una casa bien amueblada, y la comida se sirvió debidamente, con buenos vinos, frutas y otros lujos. Este hombre, que parecía europeo en sus procedimientos de trabajo, no hacía cuestión de gastos y, sin embargo, prosperó, mientras el otro, con hábitos ociosos y limitado a las necesidades más elementales, vivió siempre en un estado próximo a la barbarie”.
Pronto llegaría la estancia moderna, con su zootecnia avanzada, el pedigrí y la agricultura tecnificada; y el estanciero europeizado, con sus cascos-mansión, etiqueta europea y unos nuevos hábitos de consumo suntuario que en ese entonces lo hicieron famoso en el mundo entero.
A partir de finales del siglo XIX la alta burguesía rural, vencedora de la “Campaña del Desierto”, consolidó definitivamente su poder gracias al acceso discrecional a la propiedad de la tierra pública (privatización de los ex territorios indígenas a valores insignificantes), al control del Estado y a sus estrechas relaciones con las potencias extranjeras, que insertaron a la Argentina en la estructura capitalista internacional como país productor de materias primas.