Esta historia comienza en aquellos años en los que el amor parecía algo mágico, cuando solo bastaba con sentir ese cosquilleo para creer que uno caminaba sobre el aire. En ese tiempo, la risa, el llanto, y el latir acelerado del corazón se entrelazaban en un torbellino de emociones, especialmente cuando aparecía esa figura que desvelaba tus noches.
Sin embargo, también era la época en la que muchos afirmaban que esos amores eran solo efímeros, simples chispas de un enamoramiento repentino que desaparecería tan rápido como había llegado. Argumentaban que el verdadero amor, ese más profundo y duradero, solo llegaría con la madurez de la adultez.
Pero, ¿qué pasa cuando, al mirar atrás, sientes que eso sí fue amor? Que aquellas palpitaciones siguen vivas en tu memoria y que esa intensidad no ha vuelto a repetirse. Porque, aunque lo digan una y otra vez, el amor no tiene edad; es una verdad ineludible. Entonces, ¿por qué nos empeñamos en creer que el primer amor no cuenta, que es solo el preludio de muchos otros? La realidad es que, a veces, ese primer amor es el único, y no siempre es el comienzo de una serie de experiencias.
El tiempo, dicen, es el mejor remedio para todo lo que concierne al amor. Y el olvido, esa caja mágica que buscamos desesperadamente, parece ser la cura que nos ayuda a guardar cada vivencia, cada latido. Hasta que un día, sin darnos cuenta, nos damos una nueva oportunidad. Y es entonces cuando descubrimos que lo más difícil no es dejar ir, sino comenzar de nuevo. Luchar contra el peso de un pasado idealizado, contra los amores que ya se fueron, mientras el presente nos pide a gritos que abramos el corazón una vez más.
A veces, lo que más anhelamos no es tanto el futuro, sino esa chispa del pasado. Esa sensación que creíamos olvidada, que deseamos que nos atraviese como un rayo una última vez, para recordarnos que aún seguimos vivos.
