Por Pablo Menéndez.- La lluvia golpea los cristales de un bar céntrico. Afuera, las calles parecen desiertas, salpicadas apenas por algún auto o un ciclista valiente que desafía el frío. Es domingo y es invierno, un binomio letal que llena el alma de recuerdos.
Los domingos tienen algo indescifrable, un “no sé qué” que se acentúa al atardecer. Para algunos, son horas de anticipar la rutina del lunes; para otros, el tiempo parece escurrirse como arena entre los dedos. Y si la lluvia clausura ese día, el peso de las memorias se vuelve ineludible.
Observar un domingo desde el cristal de un bar, en soledad, es como abrir un álbum invisible de instantes vividos. Para quienes hemos cruzado la barrera de los cincuenta, los días parecen un recordatorio constante de que el tiempo vivido es un punto de no retorno. Aun así, esos años que llevamos en la espalda son también los que nos empujan a mirar hacia adelante, en nombre de quienes nos quieren y de quienes queremos.
La melancolía, siempre tan incomprendida, tiene mala prensa. Pero para este cronista, no es una enemiga, sino una vieja compañera que, manejada con optimismo, puede volverse una aliada. Sentir que el camino que transitamos deja huellas no es algo negativo. Al contrario, es una señal de que vivimos, de que fuimos parte del mundo.
La vida se construye de momentos. Esa mezcla única forma la mirada con la que enfrentamos nuestro andar. Ahora, mientras la noche vence al día, en una FM local suena In the Air Tonight de Phil Collins. De pronto, el aroma del café que tengo frente a mí se funde con el recuerdo del perfume de tu bufanda lila, esa que te regalé una madrugada en la que nos prometimos amor eterno.
Sin embargo, un día partiste. No hubo un adiós, no hubo palabras. Solo te vi fundirte con la sombra, sin siquiera escucharme murmurar un último “te quiero”.