Tomás encontró el reloj de arena en un rincón polvoriento del mercado de antigüedades. La anciana que lo vendía le aseguró que no era un objeto común. “Si lo giras al revés mientras piensas en un momento exacto de tu pasado, podrás volver allí”, le dijo con una sonrisa enigmática.
Esa noche, en la soledad de su habitación, decidió probarlo. Cerró los ojos y pensó en el verano de 1982, en el patio de su adolescencia, el día que vio a Lucía por última vez. Ella estaba de pie bajo el jazmín, con un vestido blanco que bailaba con el viento, sonriéndole como si el mundo aún les perteneciera. Giró el reloj, y la arena empezó a brillar.
Cuando abrió los ojos, estaba ahí, en el mismo patio. Su madre colgaba la ropa mientras tarareaba una melodía, y Lucía estaba justo donde la recordaba. El aroma del jazmín flotaba en el aire, mezclándose con el perfume que ella siempre usaba.
“Tomás, ¿me acompañas a caminar?” le dijo Lucía, con esa voz que siempre le hacía temblar el corazón. Pero esta vez, él sabía cómo terminaba la historia. Sabía que esa caminata sería la última, que ella se mudaría lejos y que las cartas, con el tiempo, dejarían de llegar.
Quiso detenerla, decirle que se quedara, que la amaba. Pero un temor lo paralizó: ¿qué pasaría si alteraba algo? Así que simplemente caminó junto a ella, grabando cada palabra, cada sonrisa.
La magia del reloj le permitió revivir ese día una y otra vez, pero con cada vuelta, la arena fluía más lentamente. En el último intento, cuando quiso girarlo de nuevo, la arena se detuvo por completo.
Ahora, el reloj es solo un adorno en su estantería. Tomás no pudo cambiar nada, pero tampoco lo necesita. Cada noche, cierra los ojos y regresa mentalmente a ese patio, al aroma del jazmín y a la sonrisa de Lucía, sabiendo que, aunque fugaz, el amor había sido real.
