En nuestra sociedad, los vulnerables siempre parecen estar en el centro de las políticas más regresivas, un patrón que este gobierno ha transformado en estrategia recurrente. Los débiles, aquellos que luchan cada día por sobrevivir en un sistema que no les brinda las herramientas necesarias, cargan con el peso de decisiones que los dejan aún más desprotegidos.
El panorama es sombrío. Los recortes sociales y los ajustes económicos siempre apuntan hacia abajo. Mientras los sectores más privilegiados siguen intactos o incluso favorecidos, las familias humildes enfrentan subas de tarifas, recortes en subsidios, y una constante incertidumbre sobre su futuro. En esta ecuación, los más vulnerables quedan sin red: sin un Estado que los contenga, sin oportunidades reales de progreso, y sin una representación genuina en los espacios de poder.
Hacerse fuerte con los débiles parece haberse convertido en una política de Estado. Es más fácil recaudar de los trabajadores informales que perseguir la evasión fiscal de los grandes empresarios. Es más sencillo reducir los programas sociales que limitar los beneficios de las corporaciones. Esta dinámica, repetida una y otra vez, perpetúa un sistema que empuja a los débiles al borde, sin ofrecerles un apoyo real para levantarse.
Esta falta de red, tanto en términos de asistencia social como de conexión política, deja a millones sin un camino claro. La modernidad ha traído consigo herramientas para amplificar voces, pero las de los vulnerables no tienen el alcance necesario para ser escuchadas. El resultado es un círculo vicioso de exclusión, donde los débiles no solo son desprotegidos, sino también silenciados.
Lo más preocupante es que esta estrategia no es solo una muestra de insensibilidad, sino de un cálculo político frío. Golpear a los débiles es rentable en términos de poder: son ellos quienes tienen menos capacidad de reacción, menos medios para protestar y menos espacios para resistir. Pero esta práctica, además de inmoral, es profundamente peligrosa. No solo agrava la desigualdad social, sino que erosiona los cimientos mismos de la democracia, que debería estar construida sobre la inclusión y la equidad.
Es hora de replantear las prioridades. Si seguimos permitiendo que los vulnerables carguen con el peso de un sistema que los excluye, no solo estaremos hipotecando su futuro, sino el de toda la sociedad. La medida de un gobierno no está en cuán fuerte puede ser con los débiles, sino en cuán valiente es para enfrentar a los poderosos y construir un sistema que incluya a todos. Porque solo cuando los más frágiles tengan una red, el país podrá verdaderamente avanzar.