*Por Pablo Menéndez.- Durante años creyó que bastaba con quedarse un poco más, intentar un poco más, aguantar un poco más. Que si lo daba todo, si se partía en pedacitos para complacer, al fin alguien vería su valor. Pero no. Había lugares donde no importaba cuánto brillara el sol, la gente seguía pidiendo más luz.
Era un hombre sencillo, de esos que saludan con la mirada y escuchan con el corazón. Cargaba su historia en los hombros, como quien lleva una mochila vieja llena de cartas nunca leídas. Y aunque por fuera parecía entero, por dentro ya se había cansado de remar solo, contra corrientes que ni siquiera sabían su nombre.
Una tarde, se dio cuenta de que había estado volando hacia lugares donde ya no lo querían. Y no porque hubiera cambiado, sino porque allá nunca lo habían querido de verdad. Esa revelación, en lugar de romperlo, lo liberó.
Dejó de buscar lo que tal vez nunca había existido. Dejó de sacrificar su paz por la aceptación de otros. Dejó de esperar milagros de quienes no creían en la magia de las estrellas.
Y así, como un saltamontes terco pero sabio, eligió un nuevo rumbo. Uno donde el salto no doliera. Uno donde sí lo esperaban, con los brazos abiertos y la mirada limpia.
No era un adiós. Era un hasta nunca a la tristeza que no era suya.