Sentados en el borde del mundo, ella y él compartían un instante eterno frente al mar. Las olas se rompían suavemente contra las rocas, como un latido constante, y el viento susurraba palabras que no necesitaban decirse. Ella reía, entre miradas furtivas y pequeñas pausas, mientras él, con una serenidad casi estoica, escuchaba cada detalle, como si su risa fuera la única música que quisiera recordar. A su alrededor, la ciudad se extendía en un horizonte de edificios altos y ventanas vacías, ajena y ocupada, dejando que ellos construyeran su pequeño refugio de pasto y mate en la orilla.
El mate pasaba de mano en mano, tibio, uniendo el silencio con cada sorbo. Él se perdía en los detalles de su rostro, en cómo sus ojos brillaban cuando se entusiasmaba, en el modo en que el viento alborotaba su cabello y lo hacía ver libre, casi salvaje. Ella, por su parte, disfrutaba de la quietud en su compañía, de la paz que sentía en la mirada de él, como si, en aquel espacio compartido, el tiempo se detuviera solo para ellos dos.
Hablaron de sueños, de cosas simples y de deseos ocultos. Las palabras salían sin esfuerzo, como si cada una se hubiera guardado en algún rincón del alma esperando ese preciso momento. Y aunque el sol descendía lentamente, tiñendo el cielo con tonos anaranjados, ninguno mencionó la posibilidad de marcharse.
Por un instante, todo se resumió en esa pausa. Él le pasó el mate y sus manos se rozaron. No hacía falta decir más. En ese lugar frente al mar, entre la vastedad del agua y la indiferencia de la ciudad, sabían que habían encontrado un espacio donde podían ser, simplemente, ellos mismos.
