En el barrio, había una barra a la que todos llamaban “la barra de los amigos”. Era un bar pequeño y discreto, con taburetes que chirriaban y paredes decoradas con fotos antiguas y recortes de periódicos amarillentos. Pero lo que hacía especial a ese lugar no era la decoración ni el menú sencillo, sino las personas que lo frecuentaban.
Cada jueves por la noche, los amigos de toda la vida se reunían ahí, ocupando siempre la misma mesa junto a la ventana. No importaba si había llovido a cántaros o si el viento del invierno les congelaba las manos; el ritual de encontrarse y compartir era sagrado. Llevaban años repitiéndolo, desde que eran jóvenes y soñadores, hasta ahora, que sus rostros mostraban las primeras arrugas y el cansancio de una vida llena de historias.
En cada encuentro, surgían anécdotas de la infancia, de amores pasados y bromas que ya nadie recordaba cómo habían comenzado. Siempre había alguien que se atrasaba, otro que llegaba con novedades y alguno que, al final de la noche, se ponía nostálgico y brindaba “por los viejos tiempos”.
Esa barra no era solo un lugar. Era el rincón donde cada uno dejaba sus preocupaciones afuera, donde recordaban quiénes eran en esencia, sin pretensiones ni apariencias. La barra de los amigos era, y siempre sería, el refugio donde seguían siendo aquellos chicos de siempre, los que compartían sueños, risas y promesas de amistad eterna.
