Por Pablo Menéndez.- Sábado, invierno de 1991.
La ciudad costera amanecía gris, con el viento del mar metiéndose por las rendijas de las casas, como recordatorio de que el frío había llegado para quedarse. El cielo era una manta plomiza y el aire olía a leña y sal.
La noche anterior, algo había cambiado entre Lucila y Fernando. Esa amistad de años, tejida entre mates, charlas eternas por teléfono de línea y cenas improvisadas, se había tensado de forma sutil pero irreversible. Lucila venía arrastrando una rotura larga, más de once meses de duelo emocional, y Fernando había sido su refugio constante. A veces ella lo llamaba hasta en horario de trabajo, y él siempre estaba.
Tenían una rutina sin firma: todas las tardes se encontraban en la casa de ella. Los fines de semana eran de ellos, como si el tiempo se estirara solo para cobijarlos.
Pero el viernes, Fernando decidió irse a un boliche. Solo. No lo planeó, simplemente lo hizo. No le avisó a Lucila. Total, eran amigos, ¿no?
El sábado, luego de un almuerzo silencioso con su familia, sonó el teléfono en la casa de Fernando. Atendió su madre.
—Es para vos, Fer.
Él tomó el tubo.
—¿Hola?
La voz de Lucila, cortante, firme:
—En quince minutos te paso a buscar.
Y cumplió.
Cuando Fernando salió, ella ya lo esperaba en la vereda, con el motor en marcha.
Dieron una vuelta por la costanera. Afuera, el viento soplaba con esa forma particular que tiene el invierno junto al mar. Dentro del auto, el silencio era aún más frío. Fernando miraba de reojo, intentando descifrar qué pasaba. Hasta que no aguantó más.
—¿Estás enojada por algo?
La pregunta fue la chispa. Lo que siguió fue una conversación larga, densa y verdadera. Estacionaron en una esquina cualquiera —esas esquinas que no tienen nombre pero uno nunca olvida— y se quedaron ahí, hablando durante siete horas. Siete.
Las palabras hicieron de espejo. Ambos sabían. La amistad se había desbordado. Las miradas lo gritaban, las manos que buscaban un roce, el abrazo que no quería soltarse. Y el beso. Ese beso. Lento, tímido, pero definitivo.
Esa noche fue la última de algo. O tal vez el inicio de lo que no se animaron a explorar. Desde entonces, ambos bajaron el volumen, como queriendo proteger la amistad original. Pero el recuerdo quedó latiendo, suave y persistente, como una canción que uno no se puede sacar de la cabeza.
Y con los años, esa escena quedó escrita —sin tinta— en el cuaderno invisible de cada uno. Donde van a parar las historias que pudieron ser.